‘Envíe y reciba con la misma calidad.’
Al principio pensé que aquella frase era algo
extraña como eslogan para una sucursal de correo. Luego me dije a mí misma que,
quizá, yo no tenía tanta imaginación como para encontrar algo mejor.
Sí. Supongamos que era una frase bastante acertada.
Mucha gente entraba y salía de aquel pequeño pero
llamativo edificio de color blanco y rojo. Algunos con bolsas, otros con cajas.
Pero la mayoría tenía varios sobres en sus manos.
Un guardia de seguridad con uniforme azul se
encontraba a un lado de la puerta de entrada, con una mirada insondable y fija
en la mismísima nada. Si le hubiera preguntado hacia dónde estaba mirando, de
seguro no hubiera sabido qué contestarme.
Suspiré algo cansada. Sinceramente, la tarea de
enviar algo por correo me resultaba bastante tediosa. Pero tenía que hacerlo,
era una responsabilidad que —hablando exageradamente— me tomaba muy a pecho.
Acomodé un poco mejor la caja sobre mis manos y
encuadrando mis hombros ingresé.
El interior no era tan impresionante como lo creía
y me sorprendió el hecho de sentirme decepcionada por aquello. Frente a mí se
extendía una larga fila de cubículos que estaban escondidos detrás de una
blanca y casi infinita barra de madera donde varios empleados esperaban
ansiosos atender a alguien.
A pesar de que había visto demasiado movimiento
fuera del establecimiento, el interior me resultó inquietantemente tranquilo y
silencioso. Pero no le presté atención a aquello en ese momento.
— ¿Puedo ayudarla? —me dijo un joven de cabello
castaño y ojos del mismo color. Sobre su cabeza reposaba una gorra roja y en el
bolsillo derecho de su camisa blanca se encontraba una pequeña etiqueta que
rezaba el nombre ‘Samuel’. Su voz sonaba muy amable y eso ayudó a que relajara
tanto mi postura como la expresión en mi rostro.
—Necesito enviar esto. —contesté de forma cortés
mientras colocaba la caja que tenía en mis manos frente a él. Supuse que iba a
pedirme que la abriera para ver su contenido pero no lo hizo. Aunque tampoco
era como si fuera encontrar explosivos o drogas ilegales allí dentro. Solo eran
un montón de prendas usadas que estaban destinadas a mi tía y a su recién
nacida hija, mi prima, Griselda.
Samuel corrió la caja sobre la madera con una
facilidad que se me antojó inhumana y me entregó una planilla que debía
rellenar con mis datos personales y la dirección a donde debía ser mandada la
caja. Mientras lo hacía, Samuel se encargó de cerrar y embalar la caja frente a
mis ojos, con total tranquilidad mientras tarareaba una canción totalmente
desconocida para mí.
Nunca había enviado algo por correo, pero para ser
mi primera experiencia, me resultó bastante fácil. Y rápida.
—Espere. —me detuvo apenas levantando el volumen de
su voz. —Se olvida de esto. —dijo, y me tendió un pequeño sobre.
Mi mirada danzó intercaladamente entre su sonrisa
torcida y el trozo de papel blanco que tenía en su mano por unos minutos. Lo
tomé aun con dudas en mi cabeza y le devolví el gesto antes de darme vuelta y
salir. Oí cuando me deseó un buen día pero no logré respondérselo puesto que ya
estaba con la mitad de mi cuerpo fuera del edificio.
No recordaba haber pagado algo por aquel envío
—aunque, según mi madre, el correo no era un servicio gratis— pero sin embargo
supuse que aquel sobre contenía el recibo de mi acción del día.
No fue hasta entrada la media noche, luego de una
tarde en el parque junto a mi novio y su hermano menor, antes de bajar e irme
con mi amiga a una fiesta, que recordé el sobre nuevamente y decidí abrirlo
mientras me sentaba en la cama.
Si bien la mayoría de la gente tiende a abrir un
sobre por uno de los lados, yo me dispuse a abrirlo por el lugar donde se
encontraba el pegamento. Y vale aclarar que aquello dificultó bastante la
coordinación de mis manos.
Cuando al fin le gané a la solapa del sobre, metí
mi mano y saque de él un pequeño papel blanco doblado a la mitad. Lo giré e
inspeccioné desde afuera corroborando que no tuviera nada escrito y luego lo
desdoblé.
‘Centro Comercial Huntington’
7 de Julio del 2016
Primer piso, 16:00hs.
Más allá de que aquello obviamente no se trataba de
ningún recibo de pago, lo que más llamó mi atención fue que la fecha estaba
mal.
2016, rezaba. Pero en ese momento estábamos en el
año 1996.
¿Sería un error? Aunque sonaba poco probable. Una
cosa era equivocarse un solo digito, pero equivocarse los cuatro…
Digamos que era un poco alarmante.
No obstante, no le di importancia y guardé aquel
papel —doblándolo nuevamente— en el interior de mi billetera antes de guardar
la misma en mi cartera y salir de mi habitación.
Pero luego, mientras entraba en el auto de mi amiga
y la saludaba, otro pensamiento me asaltó: ¿Existía un centro comercial llamado
Huntington?
No voy a presumir que era una chica adinerada, pero
me conocía casi todos los centros comerciales de la zona gracias a lo
compulsivo de mi madre y de mi hermana a la hora de ir de compras. Y no
recordaba uno con aquel nombre.
Me pregunté si mi amiga, Bianca, tenía idea sobre
aquel lugar. Pero luego pensé que no era el momento para hacer ese tipo de
preguntas. Ya habíamos llegado a la fiesta y Bianca se estaba bajando del auto.
Se la notaba muy preocupada por saber qué pensaban de su nuevo vestido y yo no
me atreví a interrumpir su momento.
Meneé la cabeza antes de salir.
¿Qué más daba? Solo había sido un error de
imprenta. Podía pasarle a cualquiera.
—Pareces cansada, Angelina. ¿Fue una noche difícil?
—dijo mi compañera de cubículo, Marcia, con tono burlón y una sonrisa
juguetona. Supongo que mi rostro de verdad estaba algo demacrado, puesto que
cuando la fulminé con la mirada, ella no volvió a acotar nada.
Me dejé caer en la silla de mi escritorio con real
pesadez y me recosté lo más que pude en el respaldo, cerrando los ojos y
tirando la cabeza hacia atrás. Suspiré cansada.
Damian —mi pareja— y yo, habíamos discutido la
noche anterior. De nuevo. Y esas discusiones no me dejaban en muy buen estado.
Yo era el tipo de personas que, por más que todo se hubiera solucionado,
lloraba de igual manera. Y era por eso que luego no conciliaba bien el sueño y
mis ojos iban adornados por unos hermosos anillos morados alrededor llamados
ojeras.
Si bien al día siguiente no recordaba el porqué de
nuestra pelea, no podía evitar sentirme mal y algo insegura. No obstante, no
podía darme el lujo de faltar al trabajo por el simple hecho de que prefería
quedarme en casa viendo películas románticas con un pote de helado al lado
mientras seguía llorando sin causa alguna.
—Angelina, Fabrizio quiere verte y… Diablos, ¿estás
bien? —esa era Niki. Nunca supe su nombre real —me la presentaron de esa forma
el primer día que ingresé a la editorial— pero tampoco es que me esforzara por
averiguarlo. Me incorporé.
— ¿Es por lo de la nota a la señora Quesla?
—intenté disimular lo rasposo de mi voz y no le dirigí la mirada al momento de
hablar. Niki asintió.
—Te está esperando en su oficina. —dijo y se acercó
más a mí. —Oye, de verdad. ¿Estás bien? ¿Quieres un té o algo?
Maldición. ¿Tan arruinada me veía?
No iba a negar que me sentía pésimo, pero tampoco
era para exagerar, ¿o no?
No le respondí a sus preocupantes preguntas y me
puse de pie. Tomé mi carpeta y me encaminé al ascensor para subir al despacho
de mi jefe de piso. Oí cuando Marcia le comentó algo a Niki pero sinceramente
ya no recuerdo qué fue lo que le dijo.
— ¿Debería pedir un café doble para ti, Angie?
—dijo Fabrizio con una sonrisa cuando me senté frente a su escritorio. Rodé los
ojos.
— ¿Qué sucede con la nota de la señora Quesla?
—ignoré su comentario sarcástico y lo miré fijamente. Fabrizio echó a su asistente
con un ademán de mano y cuando ésta salió de la oficina se inclinó sobre su
escritorio para hablarme.
— ¿Problemas en el paraíso? —indagó con tono
burlón. Alcé las cejas con escepticismo.
¿Por qué todos asumían que mi cara demacrada se
debía a una pelea con Damian? En parte no estaban tan errados pero, ¿tan
transparente era?
Hacía ya un año que había ingresado a trabajar allí
y, si bien recordaba, jamás me había tomado la molestia de ventilar mi vida
privada a las personas que trabajaban a mi lado cinco días a la semana, seis
horas por día.
Sin embargo, allí estaba. Sentada en la oficina de
mi jefe, con ojeras, un pésimo humor y soportando sus comentarios irónicos en
todo momento.
—Oh, se me olvidaba algo. —dijo cuando decidí que
el tema de la nota ya estaba resuelto y que ya no quería seguir soportando sus
sutiles pero insoportables chistes. Me giré para enfrentarlo y me encontré con
que me tendía una pequeña bolsa. —Ya hace un año que trabajas aquí, ¿no?
Al parecer había hecho alguna mueca graciosa puesto
que detecté como Fabrizio intentaba contener una risa. Observé su mano —que
sostenía la pequeña bolsa— y luego su rostro. ¿Me estaba obsequiando algo? Tal
vez ese día el mundo acabaría por completo.
—Gracias. —dije al tiempo que tomaba la bolsa con
duda y la colgaba de mi muñeca para que no me impidiera seguir sosteniendo mis
carpetas. Fabrizio sonrió de nuevo y volvió a sentarse de forma correcta detrás
de su escritorio.
Le envié una mirada de advertencia —por si se
atrevía a decir otro chiste inapropiado— y luego me encaminé a la salida para
volver a mi cubículo.
En el viaje en ascensor me tomé el tiempo de meter
mi mano en la bolsa y sacar su contenido —la curiosidad siempre había sido un
defecto muy grande en mí— y me encontré con una pequeña pero bellísima
billetera de dos solapas que contenía una nota en uno de los compartimientos.
¡Felicidades por durar tanto tiempo! Ojala y sigas
teniendo esa resistencia porque esto recién empieza. ¡Feliz primer año de
trabajo!
Sonreí al reconocer la letra de Niki y supuse que
el mensaje había sido idea de Marcia y —por qué no— de Renzo también. Ellos
eran mi equipo de trabajo, lo fueron desde el primer día que ingresé a aquella
editorial. Y aun no podía comprender por qué se habían tomado la molestia de
hacerme aquel regalo como conmemoración de mi primer año allí. Sobre todo,
considerando los mil y un problemas por los que los hice pasar cuando todavía
era una principiante en la edición de revistas.
Dejé salir una leve risa de entre mis labios y volví
a guardar todo en su lugar.
Cuando salí ví cómo Niki asomaba su rubia cabellera
por encima de su cubículo y luego la escondía con rapidez como si yo no la
hubiera visto.
Negué con la cabeza y volví a mi lugar, haciéndome
la desentendida e ignorando por completo las preguntas para nada disimuladas
que Marcia me hacía desde su asiento.
Esa tarde el departamento estaba vacío y sobre la
mesa del comedor reposaba una nota con la letra de Damian diciendo que se había
ido a una reunión de trabajo y que no sabía a qué hora volvería.
Hice un bollo con la nota y la arrojé a la basura
casi sin mirar. Fui a la cocina y me hice un café para luego sentarme en el
living y releer las notas que Niki y
Renzo habían hecho para publicar la semana siguiente.
Entonces recordé que aún tenía la billetera nueva
en la bolsa, junto a mi cartera, y decidí que no sería algo malo distraerme y
reordenar mis cosas en mi nuevo regalo para luego tirar la billetera vieja. Aun
me sentía de mal humor y con muy pocas ganas de trabajar. Y no podía trabajar
si mi mente no estaba totalmente en ello.
De un momento a otro, la mesa central de mi living
se vió repleta de pequeños papeles, tarjetas de crédito, billetes y monedas.
Dejé mi vieja billetera en la bolsa donde me habían regalado la otra y me
dispuse a ordenar lenta y cuidadosamente cada una de las cosas que había frente
a mí.
Y, de repente, la ví.
Aun había muchos papeles sobre la mesa, pero ese
trozo en especial llamó poderosamente mi atención. Estaba doblado a la mitad y
algo amarillento, sin embargo recordaba que lo había visto antes.
Estiré mi mano —algo temblorosa para mi sorpresa— y
lo tomé con delicadeza, como si fuera a romperse. Lo observé por fuera,
girándolo y dándolo vuelta, hasta que decidí abrirlo para ver qué era lo que
tenía dentro.
—Centro Comercial Huntington. Siete de Julio del
dos mil dieciséis. Primer piso, dieciséis horas. —leí en vos alta. Al principio
me quedé pensando qué quería decir aquella nota, en qué momento la había
anotado o si alguien más me la había dado para citarme a alguna reunión de
trabajo.
Pero luego, los recuerdos golpearon mi mente como
un tsunami de cincuenta metros de altura y no pude evitar ponerme de pie de inmediato
en cuanto aquellas palabras anotadas cobraron sentido dentro de mi cabeza.
El correo. Ese papel se me había sido entregado en
el correo hacía veinte años atrás, cuando yo aún era una jovencita.
Desesperada volví a leer la nota y mi mente tomó una
determinación: tenía que ir y averiguar qué era lo que había en el primer piso
de aquel centro comercial que, en mis tiempos de juventud, aun no existía. Pero
que, hoy en día, estaba bastante cerca de mi casa.
Y tenía que ir en ese momento porque el siete de
julio del dos mil dieciséis era ese día y solo faltaban cuarenta minutos para
las cuatro de la tarde.
Una voz proveniente de la parte posterior de mi
cabeza me decía que aquello era una locura, que simplemente debía dejarlo como
una broma pesada por parte de algún inútil del correo que no tenía nada mejor
que hacer con su vida en aquel entonces. Pero, por el otro lado, mi instinto me
decía que debía ir y ver con mis propios ojos lo que supuestamente pasaría allí
a esa hora.
Los papeles aún estaban sobre la mesa del living
cuando abandoné mi departamento luego de un sutil portazo. Solo un papel se
quedó a mi lado y estaba muy bien apretado entre los dedos de mi mano derecha.
El centro comercial Huntington era bastante espacioso
y estaba muy iluminado. Constaba de cinco pisos, de los cuales dos eran
utilizados como oficinas para diferentes ocupaciones como, por ejemplo: un
estudio de abogados y un local de bienes raíces.
No era la primera vez que lo visitaba pero, aun
así, me sentía totalmente perdida. Tal vez las ansías y los nervios me estaban
jugando una mala pasada.
Volví a mirar la nota entre mis manos y, para mi
sorpresa, éstas temblaban violentamente, imposibilitándome la tarea de leer de
forma correcta.
—Primer piso… —murmuré más para mí misma que para
alguien de mí alrededor. Por impulso alcé mi muñeca y observé la hora en mi
reloj.
Quince minutos para las cuatro de la tarde.
Yendo en la dirección contraria de toda la
corriente de gente que caminaba tranquila aquella tarde por aquel lugar, logré
llegar al ascensor. Tal vez estaba tan desesperada por subir que no noté que en
sus puertas había un cartel que decía ‘Fuera de servicio’. Y no fue hasta que
una jovencita me lo indicó de forma amable que me dí cuenta del papelón que
estaba generando.
Aun abochornada y con un poco de rubor en mis
mejillas, me encaminé a las escaleras y subí lo más rápido que mis tacos me lo
permitieron hasta llegar al primer piso.
Procuré no ser muy obvia y apreté las manos en
puños al tiempo que susurraba diferentes improperios al aire. ¿Acaso la nota se
estaba burlando de mí? El primer piso era más extenso que la planta baja y en
el papel no estaba especificado en qué parte de aquel lugar se encontraba lo
que yo estaba buscando —aunque aún no supiera qué era aquello.
Volví a mirar mi reloj y ahora solo quedaban nueve
minutos. ¿Cómo se suponía que recorriera todo el primer piso en menos de nueve
minutos? No era la hija de Flash, mucho menos descendiente de Superman.
Sin embargo, todos aquellos pensamientos negativos
quedaron atrás cuando cierta figura captó mi atención a lo lejos.
Con paso ligero y tranquilo, vestido con su suéter
azul —suéter que le regalé para su cumpleaños dos años atrás— y con un jean y
zapatillas de lona, Damian se encontraba recorriendo el pasillo que estaba
justo en frente de mí.
Algo me dijo que debía esconderme para que él no me
viera pero aquello se me antojó absurdo. ¿Por qué esconderme? Yo no estaba
haciendo nada malo. Mi día de trabajo había terminado y bien podía tomarme un
tiempo libre e ir a pasear al centro comercial para destensarme.
Si alguien debía esconderse, ese era Damian. ¿No me
dijo que tenía una reunión de trabajo? ¿Acaso las reuniones de trabajo se hacen
en un centro comercial? ¿Y desde cuando se les permite a los empleados ir a una
reunión vestidos de aquella manera tan informal?
De repente, la sangre comenzó a hervirme y el papel
que aún estaba en mi mano crujió cuando lo apreté con fuerza. Si había algo que
detestara más que los chistes irónicos de Fabrizio, eso era que me tomaran por
idiota.
Estaba a punto de avanzar hacia la baranda para
gritarle desde mi lado un par de groserías y hacerle pasar la peor vergüenza de
su vida, cuando una muchacha de estatura media, cabello negro y ropa deportiva
—al parecer recién salía del gimnasio que también era parte del centro comercial—
apareció a su lado y lo abrazó con fuerza.
Mi corazón se detuvo un momento al ver aquello y
ahogué un jadeo de sorpresa.
Damian estaba con otra mujer. Otra mujer que no era
yo. Me había mentido para verse con ella. Damian… ¿Me estaba engañando?
Inconscientemente, elevé mi muñeca frente a mis
ojos y ví con real espanto que eran las cuatro de la tarde.
El viaje a mi ciudad natal me costó varias horas de
sueño, un día sin ducharme y una espantosa reunión con mi hermana mayor, la
cual estuve intentando ignorar los últimos quince años. Por supuesto que no me
quedé en mi antigua casa y me alojé en un pequeño y humilde hotel donde pude
volver a disfrutar de la dicha del agua corriente.
Luego de ver aquella escenita en el centro
comercial, regresé a mi departamento y empaqué las cosas más necesarias dentro
de una valija. Escribí una nota —varias, teniendo en cuenta la cantidad de
veces que borré lo que había escrito— dirigida a Damian y me encargué de
regalar toda su ropa a nuestro vecino, el adorable señor Gustang: un pobre
abuelo de 85 años que sufría de incontinencia y su ropa siempre olía a orina.
No sabía muy bien qué era lo que quería lograr
volviendo a mi ciudad natal para buscar la sucursal de correo donde me habían
entregado aquella nota tan extraña y que tanto dolor me había brindado en un
día, pero tampoco le dí mucha importancia a eso.
Tal vez solo quería un consuelo. Algo como que,
todo aquello, solo había sido una broma pesada planeada por un canal local que
luego subiría mi reacción a una página de YouTube. Sí, eso sería agradable de
escuchar y no sería algo con lo que no pudiera vivir.
Hice uso de toda mi zona hipocampal a la hora de
manejar por las calles de mi ciudad en busca de aquella sucursal y cuando había
creído que le había errado al camino por quinta vez en una hora y media, el
edificio pequeño pero llamativo se elevó ante mis ojos, en la vereda de
enfrente.
Algo se revolvió en mi estómago y de repente
comenzó a hacer calor dentro de mi auto. Me sentía como cuando era niña y no aguantaba
las ganas de ir al baño para hacer lo segundo, y casi que me desmayaba del
dolor y la desesperación.
Pero esto no era similar a la desesperación. Era
una mezcla entre ansias y miedo. Curiosidad y nerviosismo.
Cerré los ojos y me dejé caer sobre el respaldo de
mi asiento. Respiré hondo un par de veces y me dije mentalmente que debía
calmarme y comportarme como la adulta que era.
Sin embargo, de dicho al hecho… Digamos que, en mi
caso, era un tramo muy largo por recorrer.
La indecisión me duró al alrededor de veinte
minutos y luego baje de mi auto, aun con aquel nudo en mi estómago. En mi mano
aún estaba la nota, no la había dejado ni un solo segundo desde que la encontré
y sentía cierta seguridad al sentir la textura del papel rozando la palma de mi
mano.
Crucé la calle sin mirar a ningún lado y antes de
darme cuenta me encontraba frente a la sucursal, con aquella incredulidad
grabada en el rosto, como hacía veinte años atrás. El guardia de seguridad
parecía ser el mismo de aquel entonces, pero decidí que no era momento de
pensar como hacía aquel señor para mantenerse igual de joven que siempre.
Como la primera vez, afuera era un tumulto de gente
yendo y viniendo. Pero dentro, todo estaba en silencio y casi vació.
Deja vú. Esa fue la sensación que experimenté
cuando ví a Samuel embalando una caja frente a una señora de edad madura que
llenaba con lentitud y paciencia la planilla de datos.
Tragué con fuerza y avancé hasta él, con las manos
hechas puños para que el tembleque que las invadía no me delatara.
—Disculpe. —hablé lo más bajo que me permitió mi
voz. Aquel lugar estaba tan silencioso que el mínimo sonido producido parecía
una falta de respeto.
Samuel alejó su mirada de la caja y la posó en mi
rostro con atención.
Sonrió.
— ¿En qué puedo ayudarla? —preguntó con aquel tono
amable que había usado cuando fui a entregar aquella caja. Por un momento, la
mente se me puso en blanco y sentía que estaba moviendo la boca sin emitir
sonido alguno, como si fuera un pez ahogándose fuera del agua.
Samuel me miraba con real atención, ignorando a la
señora que estaba frente a él y que aún seguía llenando la planilla con aquella
despatarrada letra producto de la edad. El joven no parecía haber cambiado
mucho tampoco —al igual que el policía— y me llevó a la conclusión de que tal
vez ya había sucumbido a la psicosis.
—Esta nota… —dije, y me enmudecí. Coloqué el papel
sobre la barra de madera que nos separaba y bajé la mirada. Samuel se inclinó
un poco a leer el papel que había mostrado y creí haber oído como contenía una
risa.
—Lo siento, pero eso está vencido. —me dijo con
calma. Levanté la mirada y lo mire incrédula.
— ¿Vencido?
Samuel asintió.
— ¿Ve la fecha? —dijo señalando con su dedo índice
la parte donde decía ‘7 de Julio del 2016’. Seguí su dedo sobre el papel y
luego asentí. —Esa es la fecha del día de ayer. Hoy es ocho de Julio. No se
pueden hacer devoluciones luego de que la fecha de vencimiento ha pasado.
Levanté el rostro y lo miré confundida.
¿Devoluciones había dicho? Pero, si yo no había comprado eso, ni siquiera lo
había pedido.
Samuel entendió la confusión por la que estaba
pasando en ese momento y se acercó un poco más a mí para susurrarme algo:
—Mi descanso es en veinte minutos. Si tiene
paciencia, podemos sentarnos y conversar. —me dijo con un tono cómplice. —No
solemos hacer esto con nuestros clientes pero usted me parece una persona
interesante.
No sabía si tomar aquello último como un cumplido o
una forma de recalcar un defecto muy molesto. De todas maneras, asentí y me
retiré hasta una de las filas de asientos que estaba frente a la barra de
atención al cliente.
En los veinte minutos que pasé allí sentada, la
única persona que había ingresado y salido de la sucursal era aquella señora
mayor que había estado llenando la planilla. Si bien no había nadie a quien
atender y yo era la única sentada en aquel rincón, Samuel permanecía firme del
otro lado del mostrador, como si el lugar estuviera abarrotado de clientes.
— ¿Qué quiere decir con que está vencido? —pregunté
con vergüenza mientras le volvía a mostrar la nota que tenía en mi mano. Samuel
recién se había sentado junto a mí y me miraba con aquella sonrisa amable que
ya estaba comenzando a molestarme.
— ¿Ha leído alguna vez el eslogan de esta sucursal?
—dijo desviando la mirada y mirando a sus compañeros en sus puestos de trabajo,
del otro lado del mostrador. Supongo que la expresión que hice debió haberle
dado mucha lastima, dado que, luego de unos instante, me miró y me sonrió más
ampliamente que antes. —Envíe y reciba con la misma calidad. —dijo recitando
con voz apacible.
Por un momento, aquellas palabras hicieron eco en
mi cabeza y luego me vi a mi misma fuera del edificio, observando aquella frase
con curiosidad.
—Admito que aquello me resultó extraño la primera
vez que lo leí. —contesté con voz apenada. Samuel rio a mi lado.
—La mayoría de la gente suele pasar por eso. —dijo
recostándose cómodamente sobre su asiento. Lo miré curiosa. —Lo que quiere
decir —comenzó de nuevo. —es que todo lo que usted dé, será devuelto de la
misma manera.
Alcé las cejas sorprendida.
—Suena a la definición del Karma. —comenté un tanto
sorprendida. Samuel solo sonrió de nuevo, aunque esta vez no me miró.
Nos quedamos en silencio unos minutos, mirando a la
nada —por lo menos en mi caso.
Si me ponía a pensar que aquellas palabras podían
hacerse realidad, entonces se podría decir que yo había recibido algo malo, una
infidelidad para ser más exacta. Pero, ¿por qué?
La vez que yo había ido a aquel lugar solo había
enviado una caja con un montón de ropa usada, mía y de mi hermana, que era
destinada para la hija de mi tía, que vivía en las afueras de la ciudad. ¿No
sería normal, entonces, recibir ropa también?
— ¿Por qué una infidelidad? —pregunté de repente,
sin pensar. Samuel me miró divertido.
—Esa fecha —señaló mi nota. —, esa fecha marca algo
importante.
Lo miré incrédula y luego bajé mi vista al trozo de
papel que tenía en mi mano.
Siete de Julio. ¿Qué había hecho el siete de julio
de cada año de mi vida desde que había recibido ese papel?
Tendría que haberme puesto a hacer una lista de
aquellos veinte años hasta encontrar el momento exacto en lo que hice algo para
merecer aquello que me había pasado el día anterior con Damian. Pero mi memoria
no era tan extensa como para hacer algo de esa índole.
— ¿Hace cuánto que tiene esa nota? —preguntó Samuel
interrumpiendo mis pensamientos.
—Mmm… —miré dudosa el papel. —Unos… ¿veinte años?
Samuel se giró a verme y por unos instantes sus
ojos centellearon.
— ¿Y qué hizo usted el siete de julio hace veinte
años?
Cerré los ojos y adopté la posición de Samuel para
poder concentrarme.
En ese tiempo, yo tenía tan solo dieciocho años.
Aún estaba en la secundaria, en mi último año y había logrado conseguir un poco
más de libertad por parte de mis padres. Y eso había sido algo fantástico para
mí porque ese día, una de las chicas de mi clase, Thelma, había organizado una
fiesta en honor a su cumpleaños número diecisiete.
Yo había ido a esa fiesta en compañía de mi mejor
amiga, Bianca. Habíamos ido solas porque ella aun no tenía novio y el mío…
Me incorporé de golpe sobre mi asiento, con los
ojos abiertos y los latidos de mi corazón totalmente desbocados.
—Teo… —murmuré por lo bajo. Pude ver como Samuel
sonreía y se ponía de pie.
—Mi descanso ha terminado. —me dijo amablemente.
—Espero esta charla haya sido de ayuda para usted.
Se despidió agitando la mano y volvió a su lugar
detrás del mostrador.
Por mi parte, me quedé tiesa en aquella misma
posición, intentando digerir lo que acababa de recordar.
Esa noche había mucho alcohol en aquella casa y no
había adultos que supervisaran puesto que los padres de Thelma se habían ido de
viaje por dos semanas, la noche anterior.
Bianca había sido muy insistente a la hora de ir,
apelando que allí estaría su ex novio y quería demostrarle lo bien que estaba
sin él en ese entonces, luego de haberse separado durante dos meses.
Admito que acepté a regañadientes, porque nunca fui
el tipo de chicas que se desvive por ser el centro de su círculo social.
Además, Teo —mi novio, en ese momento— no estaba de acuerdo con que saliera con
Bianca: decía que era una mala influencia para mí. Pero era mi mejor amiga y no
me parecía correcto dejarla afrontar todo aquello sola.
De todas maneras, asistí. Prometiéndole a mis
padres que volvería temprano y jurándole a mi novio que me mantendría lejos de
cualquier chico que tuviera segundas intenciones para conmigo.
Pero de más está aclarar que fallé en eso
estrepitosamente.
Jamás había probado el alcohol y Bianca había
escogido el peor día para que haga mi debut. No había cenado en abundancia esa
noche: había tenido una pequeña discusión con Teo con respecto a la fiesta y
aquello me había quitado el apetito. Y si a eso le sumábamos que mi tolerancia
al alcohol era totalmente nula… Bueno, no es necesario explicar el resultado.
Recuerdo casi de forma patente las palabras que Teo
me había enviado el día después de la fiesta y la forma en que aquellas frases
de odio y resentimiento me habían herido en lo más profundo de mi pecho.
Lo había engañado. Había terminado muy ebria en
medio de toda esa gente desconocida e insulsa y había tomado al primer muchacho
lindo que ví para besarlo hasta que me quedara sin oxígeno o saliva —lo que
pasara primero.
Y Teo se había enterado. Porque uno de sus
compañeros del club de tenis había asistido a la fiesta y me había visto.
Y me había filmado.
Con aire derrotado salí de la sucursal y antes de
volver a mi auto, me quedé frente al edificio para contemplarlo con cierto
miedo y algo de respeto.
Si hubiera devuelto la nota antes del día de
vencimiento, hubiera dado por hecho que no quería hacerme cargo de lo que había
cometido en el pasado y nada de esto hubiera pasado. No hubiera conocido la
fuerza del Karma, de la vida en general. Y hubiera seguido con la mía sin
problema alguno.
Antes de darme la vuelta para irme, mis ojos
captaron una figura saliendo del edificio y tuve que taparme la boca para
reprimir el jadeo de sorpresa que atacó mi garganta en ese momento.
Damian no era de mi ciudad natal. Yo lo había
conocido gracias a una fiesta realizada por la editorial. ¿Qué hacía saliendo
de allí? O, mejor dicho, ¿qué hacía él allí?
Entonces, ví que llevaba un sobre muy parecido al
que me habían entregado a mí hacía veinte años atrás y que de él sacó una nota
muy parecida a la mía.
Algo dentro de mí suspiró aliviado.
Sonreí inconscientemente y con aquel gesto volví
dentro de mi auto.
Ya no tenía nada que hacer allí. Ya todo se
resolvería con el tiempo. Porque Damian iba a recibir con la misma calidad que
había enviado.