WELCOME

WELCOME

martes, 22 de septiembre de 2020

MI ÚLTIMO TODAVÍA.

Mi caparazón no funciona. Cada día que pasa está más roto, con más grietas, despedazado.

Se supone que lo que no te mata te hace más fuerte pero, yo sólo siento que me vuelvo más débil a medida que pasa el tiempo.

Mis ojos ya no sirven para identificar lo que me hace bien de lo que me hace mal. Sin embargo, siento que no solo mis ojos son los que funcionan mal.

Hay algo, no sé muy bien qué es ni cuándo apareció; o quizá si lo sé pero prefiero ignorar su existencia.

Ese algo me hace una persona vulnerable, un trozo de cristal de una copa de champagne rota, la última hoja que cae cuando empieza el otoño.

Ya no puedo seguir fingiendo que nada me molesta, que nada me hace mal, que no lloro o tengo ganas de llorar todo el día, todos los días.

Pero lo intento.

Hago mi mejor esfuerzo porque quiero creer que hay alguien o algo que necesita que yo siga de pie y soportando cada golpe sin chistar.

Soy fuerte, soy resiliente, soy capaz, soy insuperable, soy única.

Todo eso, yo lo soy.

Pero, de nada sirve escribirlo, pensarlo o decirlo si, al final de cada día, lo único que pienso es que me estoy escondiendo detrás de un escudo que ya no puede protegerme, y que estoy muy asustada como para separarme de él y afrontar las cosas sola.

Todos esos adjetivos son una farsa, una capa muy fina de hielo, una mentira que me repito todas las noches para poder abrir los ojos al otro día y aparentar que nada malo pasó el día anterior.

Alterada, asustada, herida, histérica, dolida, quebrada.

Esa es mi verdad.

Por mis venas no corre sangre, corre vergüenza, y de la más pura.

En mi cráneo no hay ningún órgano parecido al cerebro, sólo un remolino, negro y violento, que lo único que hace es revolver cosas que parecen empecinadas en no querer dejarme en paz.

Estoy bien.

Todavía puedo ver, hablar, escuchar y tocar.

Todavía puedo.

Pero todavía no sé cuando va a ser mi último "todavía".

viernes, 25 de noviembre de 2016

ENVIE Y RECIBA CON LA MISMA CALIDAD

‘Envíe y reciba con la misma calidad.’

Al principio pensé que aquella frase era algo extraña como eslogan para una sucursal de correo. Luego me dije a mí misma que, quizá, yo no tenía tanta imaginación como para encontrar algo mejor.

Sí. Supongamos que era una frase bastante acertada.

Mucha gente entraba y salía de aquel pequeño pero llamativo edificio de color blanco y rojo. Algunos con bolsas, otros con cajas. Pero la mayoría tenía varios sobres en sus manos.

Un guardia de seguridad con uniforme azul se encontraba a un lado de la puerta de entrada, con una mirada insondable y fija en la mismísima nada. Si le hubiera preguntado hacia dónde estaba mirando, de seguro no hubiera sabido qué contestarme.

Suspiré algo cansada. Sinceramente, la tarea de enviar algo por correo me resultaba bastante tediosa. Pero tenía que hacerlo, era una responsabilidad que —hablando exageradamente— me tomaba muy a pecho.

Acomodé un poco mejor la caja sobre mis manos y encuadrando mis hombros ingresé.

El interior no era tan impresionante como lo creía y me sorprendió el hecho de sentirme decepcionada por aquello. Frente a mí se extendía una larga fila de cubículos que estaban escondidos detrás de una blanca y casi infinita barra de madera donde varios empleados esperaban ansiosos atender a alguien.

A pesar de que había visto demasiado movimiento fuera del establecimiento, el interior me resultó inquietantemente tranquilo y silencioso. Pero no le presté atención a aquello en ese momento.

— ¿Puedo ayudarla? —me dijo un joven de cabello castaño y ojos del mismo color. Sobre su cabeza reposaba una gorra roja y en el bolsillo derecho de su camisa blanca se encontraba una pequeña etiqueta que rezaba el nombre ‘Samuel’. Su voz sonaba muy amable y eso ayudó a que relajara tanto mi postura como la expresión en mi rostro.

—Necesito enviar esto. —contesté de forma cortés mientras colocaba la caja que tenía en mis manos frente a él. Supuse que iba a pedirme que la abriera para ver su contenido pero no lo hizo. Aunque tampoco era como si fuera encontrar explosivos o drogas ilegales allí dentro. Solo eran un montón de prendas usadas que estaban destinadas a mi tía y a su recién nacida hija, mi prima, Griselda.

Samuel corrió la caja sobre la madera con una facilidad que se me antojó inhumana y me entregó una planilla que debía rellenar con mis datos personales y la dirección a donde debía ser mandada la caja. Mientras lo hacía, Samuel se encargó de cerrar y embalar la caja frente a mis ojos, con total tranquilidad mientras tarareaba una canción totalmente desconocida para mí.

Nunca había enviado algo por correo, pero para ser mi primera experiencia, me resultó bastante fácil. Y rápida.

—Espere. —me detuvo apenas levantando el volumen de su voz. —Se olvida de esto. —dijo, y me tendió un pequeño sobre.

Mi mirada danzó intercaladamente entre su sonrisa torcida y el trozo de papel blanco que tenía en su mano por unos minutos. Lo tomé aun con dudas en mi cabeza y le devolví el gesto antes de darme vuelta y salir. Oí cuando me deseó un buen día pero no logré respondérselo puesto que ya estaba con la mitad de mi cuerpo fuera del edificio.

No recordaba haber pagado algo por aquel envío —aunque, según mi madre, el correo no era un servicio gratis— pero sin embargo supuse que aquel sobre contenía el recibo de mi acción del día.

No fue hasta entrada la media noche, luego de una tarde en el parque junto a mi novio y su hermano menor, antes de bajar e irme con mi amiga a una fiesta, que recordé el sobre nuevamente y decidí abrirlo mientras me sentaba en la cama.

Si bien la mayoría de la gente tiende a abrir un sobre por uno de los lados, yo me dispuse a abrirlo por el lugar donde se encontraba el pegamento. Y vale aclarar que aquello dificultó bastante la coordinación de mis manos.

Cuando al fin le gané a la solapa del sobre, metí mi mano y saque de él un pequeño papel blanco doblado a la mitad. Lo giré e inspeccioné desde afuera corroborando que no tuviera nada escrito y luego lo desdoblé.

‘Centro Comercial Huntington’

7 de Julio del 2016

Primer piso, 16:00hs.

Más allá de que aquello obviamente no se trataba de ningún recibo de pago, lo que más llamó mi atención fue que la fecha estaba mal.

2016, rezaba. Pero en ese momento estábamos en el año 1996.

¿Sería un error? Aunque sonaba poco probable. Una cosa era equivocarse un solo digito, pero equivocarse los cuatro…

Digamos que era un poco alarmante.

No obstante, no le di importancia y guardé aquel papel —doblándolo nuevamente— en el interior de mi billetera antes de guardar la misma en mi cartera y salir de mi habitación.

Pero luego, mientras entraba en el auto de mi amiga y la saludaba, otro pensamiento me asaltó: ¿Existía un centro comercial llamado Huntington?

No voy a presumir que era una chica adinerada, pero me conocía casi todos los centros comerciales de la zona gracias a lo compulsivo de mi madre y de mi hermana a la hora de ir de compras. Y no recordaba uno con aquel nombre.

Me pregunté si mi amiga, Bianca, tenía idea sobre aquel lugar. Pero luego pensé que no era el momento para hacer ese tipo de preguntas. Ya habíamos llegado a la fiesta y Bianca se estaba bajando del auto. Se la notaba muy preocupada por saber qué pensaban de su nuevo vestido y yo no me atreví a interrumpir su momento.

Meneé la cabeza antes de salir.

¿Qué más daba? Solo había sido un error de imprenta. Podía pasarle a cualquiera.





—Pareces cansada, Angelina. ¿Fue una noche difícil? —dijo mi compañera de cubículo, Marcia, con tono burlón y una sonrisa juguetona. Supongo que mi rostro de verdad estaba algo demacrado, puesto que cuando la fulminé con la mirada, ella no volvió a acotar nada.

Me dejé caer en la silla de mi escritorio con real pesadez y me recosté lo más que pude en el respaldo, cerrando los ojos y tirando la cabeza hacia atrás. Suspiré cansada.

Damian —mi pareja— y yo, habíamos discutido la noche anterior. De nuevo. Y esas discusiones no me dejaban en muy buen estado. Yo era el tipo de personas que, por más que todo se hubiera solucionado, lloraba de igual manera. Y era por eso que luego no conciliaba bien el sueño y mis ojos iban adornados por unos hermosos anillos morados alrededor llamados ojeras.

Si bien al día siguiente no recordaba el porqué de nuestra pelea, no podía evitar sentirme mal y algo insegura. No obstante, no podía darme el lujo de faltar al trabajo por el simple hecho de que prefería quedarme en casa viendo películas románticas con un pote de helado al lado mientras seguía llorando sin causa alguna.

—Angelina, Fabrizio quiere verte y… Diablos, ¿estás bien? —esa era Niki. Nunca supe su nombre real —me la presentaron de esa forma el primer día que ingresé a la editorial— pero tampoco es que me esforzara por averiguarlo. Me incorporé.

— ¿Es por lo de la nota a la señora Quesla? —intenté disimular lo rasposo de mi voz y no le dirigí la mirada al momento de hablar. Niki asintió.

—Te está esperando en su oficina. —dijo y se acercó más a mí. —Oye, de verdad. ¿Estás bien? ¿Quieres un té o algo?

Maldición. ¿Tan arruinada me veía?

No iba a negar que me sentía pésimo, pero tampoco era para exagerar, ¿o no?

No le respondí a sus preocupantes preguntas y me puse de pie. Tomé mi carpeta y me encaminé al ascensor para subir al despacho de mi jefe de piso. Oí cuando Marcia le comentó algo a Niki pero sinceramente ya no recuerdo qué fue lo que le dijo.

— ¿Debería pedir un café doble para ti, Angie? —dijo Fabrizio con una sonrisa cuando me senté frente a su escritorio. Rodé los ojos.

— ¿Qué sucede con la nota de la señora Quesla? —ignoré su comentario sarcástico y lo miré fijamente. Fabrizio echó a su asistente con un ademán de mano y cuando ésta salió de la oficina se inclinó sobre su escritorio para hablarme.

— ¿Problemas en el paraíso? —indagó con tono burlón. Alcé las cejas con escepticismo.

¿Por qué todos asumían que mi cara demacrada se debía a una pelea con Damian? En parte no estaban tan errados pero, ¿tan transparente era?

Hacía ya un año que había ingresado a trabajar allí y, si bien recordaba, jamás me había tomado la molestia de ventilar mi vida privada a las personas que trabajaban a mi lado cinco días a la semana, seis horas por día.

Sin embargo, allí estaba. Sentada en la oficina de mi jefe, con ojeras, un pésimo humor y soportando sus comentarios irónicos en todo momento.

—Oh, se me olvidaba algo. —dijo cuando decidí que el tema de la nota ya estaba resuelto y que ya no quería seguir soportando sus sutiles pero insoportables chistes. Me giré para enfrentarlo y me encontré con que me tendía una pequeña bolsa. —Ya hace un año que trabajas aquí, ¿no?

Al parecer había hecho alguna mueca graciosa puesto que detecté como Fabrizio intentaba contener una risa. Observé su mano —que sostenía la pequeña bolsa— y luego su rostro. ¿Me estaba obsequiando algo? Tal vez ese día el mundo acabaría por completo.

—Gracias. —dije al tiempo que tomaba la bolsa con duda y la colgaba de mi muñeca para que no me impidiera seguir sosteniendo mis carpetas. Fabrizio sonrió de nuevo y volvió a sentarse de forma correcta detrás de su escritorio.

Le envié una mirada de advertencia —por si se atrevía a decir otro chiste inapropiado— y luego me encaminé a la salida para volver a mi cubículo.

En el viaje en ascensor me tomé el tiempo de meter mi mano en la bolsa y sacar su contenido —la curiosidad siempre había sido un defecto muy grande en mí— y me encontré con una pequeña pero bellísima billetera de dos solapas que contenía una nota en uno de los compartimientos.

¡Felicidades por durar tanto tiempo! Ojala y sigas teniendo esa resistencia porque esto recién empieza. ¡Feliz primer año de trabajo!

Sonreí al reconocer la letra de Niki y supuse que el mensaje había sido idea de Marcia y —por qué no— de Renzo también. Ellos eran mi equipo de trabajo, lo fueron desde el primer día que ingresé a aquella editorial. Y aun no podía comprender por qué se habían tomado la molestia de hacerme aquel regalo como conmemoración de mi primer año allí. Sobre todo, considerando los mil y un problemas por los que los hice pasar cuando todavía era una principiante en la edición de revistas.

Dejé salir una leve risa de entre mis labios y volví a guardar todo en su lugar.

Cuando salí ví cómo Niki asomaba su rubia cabellera por encima de su cubículo y luego la escondía con rapidez como si yo no la hubiera visto.

Negué con la cabeza y volví a mi lugar, haciéndome la desentendida e ignorando por completo las preguntas para nada disimuladas que Marcia me hacía desde su asiento.

Esa tarde el departamento estaba vacío y sobre la mesa del comedor reposaba una nota con la letra de Damian diciendo que se había ido a una reunión de trabajo y que no sabía a qué hora volvería.

Hice un bollo con la nota y la arrojé a la basura casi sin mirar. Fui a la cocina y me hice un café para luego sentarme en el living y releer  las notas que Niki y Renzo habían hecho para publicar la semana siguiente.

Entonces recordé que aún tenía la billetera nueva en la bolsa, junto a mi cartera, y decidí que no sería algo malo distraerme y reordenar mis cosas en mi nuevo regalo para luego tirar la billetera vieja. Aun me sentía de mal humor y con muy pocas ganas de trabajar. Y no podía trabajar si mi mente no estaba totalmente en ello.

De un momento a otro, la mesa central de mi living se vió repleta de pequeños papeles, tarjetas de crédito, billetes y monedas. Dejé mi vieja billetera en la bolsa donde me habían regalado la otra y me dispuse a ordenar lenta y cuidadosamente cada una de las cosas que había frente a mí.

Y, de repente, la ví.

Aun había muchos papeles sobre la mesa, pero ese trozo en especial llamó poderosamente mi atención. Estaba doblado a la mitad y algo amarillento, sin embargo recordaba que lo había visto antes.

Estiré mi mano —algo temblorosa para mi sorpresa— y lo tomé con delicadeza, como si fuera a romperse. Lo observé por fuera, girándolo y dándolo vuelta, hasta que decidí abrirlo para ver qué era lo que tenía dentro.

—Centro Comercial Huntington. Siete de Julio del dos mil dieciséis. Primer piso, dieciséis horas. —leí en vos alta. Al principio me quedé pensando qué quería decir aquella nota, en qué momento la había anotado o si alguien más me la había dado para citarme a alguna reunión de trabajo.

Pero luego, los recuerdos golpearon mi mente como un tsunami de cincuenta metros de altura y no pude evitar ponerme de pie de inmediato en cuanto aquellas palabras anotadas cobraron sentido dentro de mi cabeza.

El correo. Ese papel se me había sido entregado en el correo hacía veinte años atrás, cuando yo aún era una jovencita.

Desesperada volví a leer la nota y mi mente tomó una determinación: tenía que ir y averiguar qué era lo que había en el primer piso de aquel centro comercial que, en mis tiempos de juventud, aun no existía. Pero que, hoy en día, estaba bastante cerca de mi casa.

Y tenía que ir en ese momento porque el siete de julio del dos mil dieciséis era ese día y solo faltaban cuarenta minutos para las cuatro de la tarde.

Una voz proveniente de la parte posterior de mi cabeza me decía que aquello era una locura, que simplemente debía dejarlo como una broma pesada por parte de algún inútil del correo que no tenía nada mejor que hacer con su vida en aquel entonces. Pero, por el otro lado, mi instinto me decía que debía ir y ver con mis propios ojos lo que supuestamente pasaría allí a esa hora.

Los papeles aún estaban sobre la mesa del living cuando abandoné mi departamento luego de un sutil portazo. Solo un papel se quedó a mi lado y estaba muy bien apretado entre los dedos de mi mano derecha.




El centro comercial Huntington era bastante espacioso y estaba muy iluminado. Constaba de cinco pisos, de los cuales dos eran utilizados como oficinas para diferentes ocupaciones como, por ejemplo: un estudio de abogados y un local de bienes raíces.

No era la primera vez que lo visitaba pero, aun así, me sentía totalmente perdida. Tal vez las ansías y los nervios me estaban jugando una mala pasada.

Volví a mirar la nota entre mis manos y, para mi sorpresa, éstas temblaban violentamente, imposibilitándome la tarea de leer de forma correcta.

—Primer piso… —murmuré más para mí misma que para alguien de mí alrededor. Por impulso alcé mi muñeca y observé la hora en mi reloj.

Quince minutos para las cuatro de la tarde.

Yendo en la dirección contraria de toda la corriente de gente que caminaba tranquila aquella tarde por aquel lugar, logré llegar al ascensor. Tal vez estaba tan desesperada por subir que no noté que en sus puertas había un cartel que decía ‘Fuera de servicio’. Y no fue hasta que una jovencita me lo indicó de forma amable que me dí cuenta del papelón que estaba generando.

Aun abochornada y con un poco de rubor en mis mejillas, me encaminé a las escaleras y subí lo más rápido que mis tacos me lo permitieron hasta llegar al primer piso.

Procuré no ser muy obvia y apreté las manos en puños al tiempo que susurraba diferentes improperios al aire. ¿Acaso la nota se estaba burlando de mí? El primer piso era más extenso que la planta baja y en el papel no estaba especificado en qué parte de aquel lugar se encontraba lo que yo estaba buscando —aunque aún no supiera qué era aquello.

Volví a mirar mi reloj y ahora solo quedaban nueve minutos. ¿Cómo se suponía que recorriera todo el primer piso en menos de nueve minutos? No era la hija de Flash, mucho menos descendiente de Superman.

Sin embargo, todos aquellos pensamientos negativos quedaron atrás cuando cierta figura captó mi atención a lo lejos.

Con paso ligero y tranquilo, vestido con su suéter azul —suéter que le regalé para su cumpleaños dos años atrás— y con un jean y zapatillas de lona, Damian se encontraba recorriendo el pasillo que estaba justo en frente de mí.

Algo me dijo que debía esconderme para que él no me viera pero aquello se me antojó absurdo. ¿Por qué esconderme? Yo no estaba haciendo nada malo. Mi día de trabajo había terminado y bien podía tomarme un tiempo libre e ir a pasear al centro comercial para destensarme.

Si alguien debía esconderse, ese era Damian. ¿No me dijo que tenía una reunión de trabajo? ¿Acaso las reuniones de trabajo se hacen en un centro comercial? ¿Y desde cuando se les permite a los empleados ir a una reunión vestidos de aquella manera tan informal?

De repente, la sangre comenzó a hervirme y el papel que aún estaba en mi mano crujió cuando lo apreté con fuerza. Si había algo que detestara más que los chistes irónicos de Fabrizio, eso era que me tomaran por idiota.

Estaba a punto de avanzar hacia la baranda para gritarle desde mi lado un par de groserías y hacerle pasar la peor vergüenza de su vida, cuando una muchacha de estatura media, cabello negro y ropa deportiva —al parecer recién salía del gimnasio que también era parte del centro comercial— apareció a su lado y lo abrazó con fuerza.

Mi corazón se detuvo un momento al ver aquello y ahogué un jadeo de sorpresa.

Damian estaba con otra mujer. Otra mujer que no era yo. Me había mentido para verse con ella. Damian… ¿Me estaba engañando?

Inconscientemente, elevé mi muñeca frente a mis ojos y ví con real espanto que eran las cuatro de la tarde.





El viaje a mi ciudad natal me costó varias horas de sueño, un día sin ducharme y una espantosa reunión con mi hermana mayor, la cual estuve intentando ignorar los últimos quince años. Por supuesto que no me quedé en mi antigua casa y me alojé en un pequeño y humilde hotel donde pude volver a disfrutar de la dicha del agua corriente.

Luego de ver aquella escenita en el centro comercial, regresé a mi departamento y empaqué las cosas más necesarias dentro de una valija. Escribí una nota —varias, teniendo en cuenta la cantidad de veces que borré lo que había escrito— dirigida a Damian y me encargué de regalar toda su ropa a nuestro vecino, el adorable señor Gustang: un pobre abuelo de 85 años que sufría de incontinencia y su ropa siempre olía a orina.

No sabía muy bien qué era lo que quería lograr volviendo a mi ciudad natal para buscar la sucursal de correo donde me habían entregado aquella nota tan extraña y que tanto dolor me había brindado en un día, pero tampoco le dí mucha importancia a eso.

Tal vez solo quería un consuelo. Algo como que, todo aquello, solo había sido una broma pesada planeada por un canal local que luego subiría mi reacción a una página de YouTube. Sí, eso sería agradable de escuchar y no sería algo con lo que no pudiera vivir.

Hice uso de toda mi zona hipocampal a la hora de manejar por las calles de mi ciudad en busca de aquella sucursal y cuando había creído que le había errado al camino por quinta vez en una hora y media, el edificio pequeño pero llamativo se elevó ante mis ojos, en la vereda de enfrente.

Algo se revolvió en mi estómago y de repente comenzó a hacer calor dentro de mi auto. Me sentía como cuando era niña y no aguantaba las ganas de ir al baño para hacer lo segundo, y casi que me desmayaba del dolor y la desesperación.

Pero esto no era similar a la desesperación. Era una mezcla entre ansias y miedo. Curiosidad y nerviosismo.

Cerré los ojos y me dejé caer sobre el respaldo de mi asiento. Respiré hondo un par de veces y me dije mentalmente que debía calmarme y comportarme como la adulta que era.

Sin embargo, de dicho al hecho… Digamos que, en mi caso, era un tramo muy largo por recorrer.

La indecisión me duró al alrededor de veinte minutos y luego baje de mi auto, aun con aquel nudo en mi estómago. En mi mano aún estaba la nota, no la había dejado ni un solo segundo desde que la encontré y sentía cierta seguridad al sentir la textura del papel rozando la palma de mi mano.

Crucé la calle sin mirar a ningún lado y antes de darme cuenta me encontraba frente a la sucursal, con aquella incredulidad grabada en el rosto, como hacía veinte años atrás. El guardia de seguridad parecía ser el mismo de aquel entonces, pero decidí que no era momento de pensar como hacía aquel señor para mantenerse igual de joven que siempre.

Como la primera vez, afuera era un tumulto de gente yendo y viniendo. Pero dentro, todo estaba en silencio y casi vació.

Deja vú. Esa fue la sensación que experimenté cuando ví a Samuel embalando una caja frente a una señora de edad madura que llenaba con lentitud y paciencia la planilla de datos.

Tragué con fuerza y avancé hasta él, con las manos hechas puños para que el tembleque que las invadía no me delatara.

—Disculpe. —hablé lo más bajo que me permitió mi voz. Aquel lugar estaba tan silencioso que el mínimo sonido producido parecía una falta de respeto.

Samuel alejó su mirada de la caja y la posó en mi rostro con atención.

Sonrió.

— ¿En qué puedo ayudarla? —preguntó con aquel tono amable que había usado cuando fui a entregar aquella caja. Por un momento, la mente se me puso en blanco y sentía que estaba moviendo la boca sin emitir sonido alguno, como si fuera un pez ahogándose fuera del agua.

Samuel me miraba con real atención, ignorando a la señora que estaba frente a él y que aún seguía llenando la planilla con aquella despatarrada letra producto de la edad. El joven no parecía haber cambiado mucho tampoco —al igual que el policía— y me llevó a la conclusión de que tal vez ya había sucumbido a la psicosis.

—Esta nota… —dije, y me enmudecí. Coloqué el papel sobre la barra de madera que nos separaba y bajé la mirada. Samuel se inclinó un poco a leer el papel que había mostrado y creí haber oído como contenía una risa.

—Lo siento, pero eso está vencido. —me dijo con calma. Levanté la mirada y lo mire incrédula.

— ¿Vencido?

Samuel asintió.

— ¿Ve la fecha? —dijo señalando con su dedo índice la parte donde decía ‘7 de Julio del 2016’. Seguí su dedo sobre el papel y luego asentí. —Esa es la fecha del día de ayer. Hoy es ocho de Julio. No se pueden hacer devoluciones luego de que la fecha de vencimiento ha pasado.

Levanté el rostro y lo miré confundida. ¿Devoluciones había dicho? Pero, si yo no había comprado eso, ni siquiera lo había pedido.

Samuel entendió la confusión por la que estaba pasando en ese momento y se acercó un poco más a mí para susurrarme algo:

—Mi descanso es en veinte minutos. Si tiene paciencia, podemos sentarnos y conversar. —me dijo con un tono cómplice. —No solemos hacer esto con nuestros clientes pero usted me parece una persona interesante.

No sabía si tomar aquello último como un cumplido o una forma de recalcar un defecto muy molesto. De todas maneras, asentí y me retiré hasta una de las filas de asientos que estaba frente a la barra de atención al cliente.

En los veinte minutos que pasé allí sentada, la única persona que había ingresado y salido de la sucursal era aquella señora mayor que había estado llenando la planilla. Si bien no había nadie a quien atender y yo era la única sentada en aquel rincón, Samuel permanecía firme del otro lado del mostrador, como si el lugar estuviera abarrotado de clientes.

— ¿Qué quiere decir con que está vencido? —pregunté con vergüenza mientras le volvía a mostrar la nota que tenía en mi mano. Samuel recién se había sentado junto a mí y me miraba con aquella sonrisa amable que ya estaba comenzando a molestarme.

— ¿Ha leído alguna vez el eslogan de esta sucursal? —dijo desviando la mirada y mirando a sus compañeros en sus puestos de trabajo, del otro lado del mostrador. Supongo que la expresión que hice debió haberle dado mucha lastima, dado que, luego de unos instante, me miró y me sonrió más ampliamente que antes. —Envíe y reciba con la misma calidad. —dijo recitando con voz apacible.

Por un momento, aquellas palabras hicieron eco en mi cabeza y luego me vi a mi misma fuera del edificio, observando aquella frase con curiosidad.

—Admito que aquello me resultó extraño la primera vez que lo leí. —contesté con voz apenada. Samuel rio a mi lado.

—La mayoría de la gente suele pasar por eso. —dijo recostándose cómodamente sobre su asiento. Lo miré curiosa. —Lo que quiere decir —comenzó de nuevo. —es que todo lo que usted dé, será devuelto de la misma manera.

Alcé las cejas sorprendida.

—Suena a la definición del Karma. —comenté un tanto sorprendida. Samuel solo sonrió de nuevo, aunque esta vez no me miró.

Nos quedamos en silencio unos minutos, mirando a la nada —por lo menos en mi caso.

Si me ponía a pensar que aquellas palabras podían hacerse realidad, entonces se podría decir que yo había recibido algo malo, una infidelidad para ser más exacta. Pero, ¿por qué?

La vez que yo había ido a aquel lugar solo había enviado una caja con un montón de ropa usada, mía y de mi hermana, que era destinada para la hija de mi tía, que vivía en las afueras de la ciudad. ¿No sería normal, entonces, recibir ropa también?

— ¿Por qué una infidelidad? —pregunté de repente, sin pensar. Samuel me miró divertido.

—Esa fecha —señaló mi nota. —, esa fecha marca algo importante.

Lo miré incrédula y luego bajé mi vista al trozo de papel que tenía en mi mano.

Siete de Julio. ¿Qué había hecho el siete de julio de cada año de mi vida desde que había recibido ese papel?

Tendría que haberme puesto a hacer una lista de aquellos veinte años hasta encontrar el momento exacto en lo que hice algo para merecer aquello que me había pasado el día anterior con Damian. Pero mi memoria no era tan extensa como para hacer algo de esa índole.

— ¿Hace cuánto que tiene esa nota? —preguntó Samuel interrumpiendo mis pensamientos.

—Mmm… —miré dudosa el papel. —Unos… ¿veinte años?

Samuel se giró a verme y por unos instantes sus ojos centellearon.

— ¿Y qué hizo usted el siete de julio hace veinte años?

Cerré los ojos y adopté la posición de Samuel para poder concentrarme.

En ese tiempo, yo tenía tan solo dieciocho años. Aún estaba en la secundaria, en mi último año y había logrado conseguir un poco más de libertad por parte de mis padres. Y eso había sido algo fantástico para mí porque ese día, una de las chicas de mi clase, Thelma, había organizado una fiesta en honor a su cumpleaños número diecisiete.

Yo había ido a esa fiesta en compañía de mi mejor amiga, Bianca. Habíamos ido solas porque ella aun no tenía novio y el mío…

Me incorporé de golpe sobre mi asiento, con los ojos abiertos y los latidos de mi corazón totalmente desbocados.

—Teo… —murmuré por lo bajo. Pude ver como Samuel sonreía y se ponía de pie.

—Mi descanso ha terminado. —me dijo amablemente. —Espero esta charla haya sido de ayuda para usted.

Se despidió agitando la mano y volvió a su lugar detrás del mostrador.

Por mi parte, me quedé tiesa en aquella misma posición, intentando digerir lo que acababa de recordar.

Esa noche había mucho alcohol en aquella casa y no había adultos que supervisaran puesto que los padres de Thelma se habían ido de viaje por dos semanas, la noche anterior.

Bianca había sido muy insistente a la hora de ir, apelando que allí estaría su ex novio y quería demostrarle lo bien que estaba sin él en ese entonces, luego de haberse separado durante dos meses.

Admito que acepté a regañadientes, porque nunca fui el tipo de chicas que se desvive por ser el centro de su círculo social. Además, Teo —mi novio, en ese momento— no estaba de acuerdo con que saliera con Bianca: decía que era una mala influencia para mí. Pero era mi mejor amiga y no me parecía correcto dejarla afrontar todo aquello sola.

De todas maneras, asistí. Prometiéndole a mis padres que volvería temprano y jurándole a mi novio que me mantendría lejos de cualquier chico que tuviera segundas intenciones para conmigo.

Pero de más está aclarar que fallé en eso estrepitosamente.

Jamás había probado el alcohol y Bianca había escogido el peor día para que haga mi debut. No había cenado en abundancia esa noche: había tenido una pequeña discusión con Teo con respecto a la fiesta y aquello me había quitado el apetito. Y si a eso le sumábamos que mi tolerancia al alcohol era totalmente nula… Bueno, no es necesario explicar el resultado.

Recuerdo casi de forma patente las palabras que Teo me había enviado el día después de la fiesta y la forma en que aquellas frases de odio y resentimiento me habían herido en lo más profundo de mi pecho.

Lo había engañado. Había terminado muy ebria en medio de toda esa gente desconocida e insulsa y había tomado al primer muchacho lindo que ví para besarlo hasta que me quedara sin oxígeno o saliva —lo que pasara primero.

Y Teo se había enterado. Porque uno de sus compañeros del club de tenis había asistido a la fiesta y me había visto.

Y me había filmado.

Con aire derrotado salí de la sucursal y antes de volver a mi auto, me quedé frente al edificio para contemplarlo con cierto miedo y algo de respeto.

Si hubiera devuelto la nota antes del día de vencimiento, hubiera dado por hecho que no quería hacerme cargo de lo que había cometido en el pasado y nada de esto hubiera pasado. No hubiera conocido la fuerza del Karma, de la vida en general. Y hubiera seguido con la mía sin problema alguno.

Antes de darme la vuelta para irme, mis ojos captaron una figura saliendo del edificio y tuve que taparme la boca para reprimir el jadeo de sorpresa que atacó mi garganta en ese momento.

Damian no era de mi ciudad natal. Yo lo había conocido gracias a una fiesta realizada por la editorial. ¿Qué hacía saliendo de allí? O, mejor dicho, ¿qué hacía él allí?

Entonces, ví que llevaba un sobre muy parecido al que me habían entregado a mí hacía veinte años atrás y que de él sacó una nota muy parecida a la mía.

Algo dentro de mí suspiró aliviado.

Sonreí inconscientemente y con aquel gesto volví dentro de mi auto.

Ya no tenía nada que hacer allí. Ya todo se resolvería con el tiempo. Porque Damian iba a recibir con la misma calidad que había enviado.